- La Vieja Guardia

Coyoacán, un refugio en Ciudad de México

Fecha: 22 abr 2018

Por lo general, puedo resistir a la envidia inspirada por las fotografías de amigos y familiares en las redes sociales durante sus vacaciones perfectas por todo el mundo. Ver que muchísimos conocidos han visitado el mismo destino, en todo caso, reduce las posibilidades de que yo lo visite. Pero en esta ocasión fue distinto. Al parecer, todos mis conocidos iban a Ciudad de México a divertirse de lo lindo, así que yo también quería ir.

No obstante, me había propuesto no recorrer (al menos no por completo) los mismos parques y avenidas flanqueadas por árboles y salpicadas de restaurantes y cafeterías dignas de Instagram que habían visitado mis pares. Durante el viaje, yo quería alejarme de las colonias como la Condesa y Roma norte, y preferí enfocarme en un lugar a 9 kilómetros al sur, en el apacible barrio de Coyoacán. Conocido por ser donde se ubica la Casa Azul de Frida Kahlo, esta “tierra de coyotes”, un sitio tan sereno como revitalizante, demostró ser la subestimada alma cultural de la capital y, en muchos sentidos, un escape sin salir de la ciudad. Además, a pesar de lo restringido de mi presupuesto, no tuve que limitar la diversión durante el viaje de cuatro días y tres noches.

José Antonio Albanés, mi vivaz guía de turistas y a quien encontré a través de Airbnb (por 895 pesos o 52 dólares, con una montaña de comida incluida), nació y creció en Coyoacán (que es al mismo tiempo un barrio y una de las dieciséis demarcaciones territoriales que conforman la ciudad) y tenía una lista interminable de razones por las que esta es la mejor zona de la ciudad. “Todo es mejor”, dijo. “El agua, el clima, la cultura”. ¿El clima? Fue firme. “Es mejor. Es más fresco”, afirmó.

También aseveró que era más seguro. “¿Ves esto?”, preguntó, señalando el tránsito que avanzaba a paso lento hacia el norte por una calle empedrada cerca del Jardín Hidalgo. “Es fácil venir a Coyoacán, pero es difícil salir”. Dijo que había muchos lugares donde se generan embotellamientos en las pocas avenidas del barrio. “A los delincuentes no les gusta venir”.

No tuve oportunidad de verificar esa información, pero había muchos aspectos de Coyoacán que lo distinguían del resto de la ciudad. Es bullicioso pero seductor, casi suburbano y bastante tranquilo a diferencia de las hordas de turistas que atiborran zonas como la del Centro Histórico. La causa principal podría ser que no hay grandes cadenas hoteleras en el área.

Eso me proporcionó un puñado de opciones que se redujeron a pequeñas posadas y hospedajes de Airbnb. En mi primera noche, me hospedé a unas cuantas cuadras de la Casa Azul, en el acogedor Chalet del Carmen Coyoacán, donde encontré una habitación con un costo de 1330 pesos, poco más de 70 dólares. Las siguientes dos noches me hospedé en una habitación privada con baño, en una ubicación excepcional cerca de la Plaza de la Conchita, que alquilé a través de Airbnb por 30 dólares la noche.

Mi anfitrión, Gustavo Hernández Clark, se entusiasmó al hablar de su hogar adoptivo, dijo que “amaba todo de Coyoacán”. Emigró de Cuba hace veinte años y al hablar de su tierra natal solo menciona con amargura la “situación de allá”. Después de instalarme, caminamos a la vuelta de la esquina para visitar uno de sus lugares predilectos para almorzar, la taquería Los Parados de Coyoacán: comí un delicioso plato de enchiladas suizas rellenas de pollo y ahogadas en una salsa de chile verde por 91 pesos, menos de cinco dólares, además de un jugo de naranja recién exprimido por otros 35 pesos.

Esa fue la primera de muchas comidas estupendas. Como era de esperarse, la cantidad de comida callejera a bajo costo y las cafeterías informales no nos decepcionaron. Mi primera tarde en la ciudad se alegró cuando hice una parada en La Casa del Pan Papalotl, donde ordené un licuado de plátano por 32 pesos. El lindo restaurante vegetariano se ubica en una plaza en la calle Xicoténcatl, la cual recorrí admirando la joyería y viendo los DVD piratas ofrecidos por vendedores callejeros. Tampoco pude resistirme a una enorme canasta repleta de churros. Compré una bolsa de cuatro piezas fritas y cubiertas de azúcar por 15 pesos.

Las delicias dulces hechas con harina abundan y cometerías un pecado si no pruebas las conchas —pan dulce— durante tu visita a México. La panadería Rafaella hace una deliciosa versión en chocolate (por 18 pesos) que justifica la caminata hasta el extremo noroeste del barrio. A unas cuantas cuadras de la avenida División del Norte, se encuentra El Rey del Taco, donde se ofrecen buenos tacos al pastor (a 12 pesos), pero en realidad vale la pena visitar el lugar por la selección de ricos chiles y cebollas en escabeche que los acompañan.

Pero no todos los platillos son tan informales. Jake Lindeman, un amigo y fotógrafo estadounidense que reside en Ciudad de México, me recomendó dar una vuelta por La Barraca Valenciana. Ahí degusté una torta gallega (por 135 pesos), un pan crujiente relleno de suave bacalao y una cerveza llamada Espantapájaros (65 pesos). Otra buena opción para comer mariscos es Tu Ceviche, ubicado cerca de ahí, donde los productos de calidad compensaron lo que al principio fue una experiencia áspera: una tarde llegué con bastante anticipación a su horario de cierre y me dijeron que ese día cerrarían temprano. Por suerte, me dieron la opción de ordenar para llevar —una generosa porción de ceviche negro (170 pesos)—.

Por supuesto, están los mercados. Vale la pena dedicarle unas cuantas horas al mercado de comida de Coyoacán y al Mercado de Coyoacán, que es más grande: abarca casi la cuadra completa y vende todo lo que te puedas imaginar. En este mercado más grande, además de productos agrícolas frescos, especias, bloques de queso fresco y contenedores de miel orgánica (80 pesos por un frasco pequeño), también encontrarás ropa, juguetes y bastantes locales de comida donde podrás disfrutar unas enchiladas o tostadas recién hechas.

Además, está a unos pasos del Museo de Frida Kahlo, también conocido como la Casa Azul, una visita obligatoria si te encuentras en Coyoacán. A continuación, te damos algunos consejos: adquiere tus entradas por horario y llega muy temprano, pues las filas para entrar son largas (el costo es de 200 pesos entre semana y 220 en fin de semana). También vale la pena pagar los 30 pesos adicionales del permiso para llevar cámara fotográfica, así podrás tomar fotografías del museo (los empleados se toman muy en serio su papel de vigilar que solo las personas que compraron el permiso tomen fotos).

Una vez adentro podrás echar un fascinante vistazo a la vida de los dos artistas mexicanos de más renombre (Kahlo y su pareja, Diego Rivera). El recorrido del museo inicia con los retratos familiares como Mi familia y Retrato de mi padre, Guillermo Kahlo, y de ahí pasamos a la muestra de dibujos a lápiz, fotografías íntimas y una colección de exvotos: pequeños páneles que muestran la vida en México entre los siglos XIX y XX. Una exposición aparte (incluida en la entrada) se concentra en los vestidos de Kahlo, la cual pone énfasis en un aspecto de su vida al que no había prestado mucha atención: una infancia con polio y un accidente en autobús casi fatal que tuvo consecuencias de por vida en su salud y su obra. Se exhiben distintas muletas, soportes y fajas, e incluso una prótesis de pierna.

A unas cuantas cuadras de distancia se encuentra el Taller Experimental de Cerámica, una visita obligada para cualquier interesado en ese arte. Es un poco difícil de encontrar: debes entrar por avenida Centenario, no Aguayo, como podrías pensar al ver el mapa. No esperes que nadie te haga pasar o te salude. Yo entré abriendo el gran portón de metal a pesar de los ladridos y gruñidos (inofensivos al fin) de varios xoloitzcuintles, los perros mexicanos de piel oscura y sin pelaje.

Una vez adentro, deambulé entre los extensos espacios seudointeriores y seudoexteriores poco vigilados. Después de un tiempo llegué al salón principal, donde pude apreciar la maravillosa colección de platones, tazas, salseros y otras piezas decorativas, antes de fijar mi atención en un artículo: un pequeño exprimidor de 216 pesos. El taller también tiene algunas repisas con piezas rotas o con defectos que se venden dependiendo de su peso.

Coyoacán tiene un corazón artístico, como lo demuestra la gran cantidad de actividades culturales que pude encontrar en un breve tiempo. Hacia el sur de los Viveros de Coyoacán, un enorme parque público, asistí a una obra de teatro experimental llamada Todo, de Janne Teller, en el Teatro Santa Catarina (150 pesos, con descuento del 50 por ciento para estudiantes y maestros). Cruzando la calle se encuentra la Casa de Cultura Jesús Reyes Heroles, un hermoso centro cultural donde se imparten clases de salsa, se hacen presentaciones gratuitas y está abierto al público.

También disfruté del Centro Cultural Elena Garro, que se destaca por su enorme y bellísima librería. Decidí darme un gusto y adquirí, por 475 pesos, Acridofagia y otros insectos, un libro fascinante que trata acerca del consumo de insectos. Debo decir que quedé particularmente embelesado con la Cineteca Nacional, un extenso y multifacético cine y complejo artístico. Tiene librerías, cafeterías, una tienda de recuerdos cinéfilos llamada Belahugozzi (adivina por qué) y, obviamente, salas de cine. Por solo 30 pesos, pude ver una función vespertina de la ganadora del Oscar como mejor película La forma del agua.

Albanés, mi guía, me contó la historia de la ciudad mientras recorríamos Coyoacán bajo la sombra de los árboles de parques públicos llenos de vendedores, parejas jóvenes y tarotistas. Caminamos y conversamos durante la mejor parte del día, comiendo tostadas en el Mercado de Coyoacán y masticando chapulines mientras bebíamos mezcal en el restaurante Mezcalero. Recorrimos gran parte del barrio a pie e incluso nos encontramos por casualidad con Rina Lazo, una artista de 94 años que fue socia de Diego Rivera y Frida Kahlo. Por último, dimos vuelta por la avenida Francisco Sosa y nos dirigimos al oeste, alejándonos del parque del Jardín Centenario. “Ahora”, dijo, “vas a ver a qué me refiero cuando hablo del clima”.

De pronto, el tránsito pesado se desvaneció. El alboroto de los músicos callejeros y los jóvenes escuchando en bocinas las estaciones de radio de los éxitos principales desapareció. Todo lo que quedaba eran los árboles de gruesos troncos, cuyas hojas se mecían en el viento. Continuamos nuestra caminata mientras la brisa cobraba velocidad, las ramas se balanceaban y las hojas crujían. Pude sentirlo y debo admitir que tenía razón: en definitiva, Coyoacán era más fresco.

Fuente: The New York Times